El amor de Dios es tan grande que a través de la sagrada Eucaristía Él nos da el regalo de compartir el Sagrado misterio del Cuerpo y la Sangre de Jesús, como una forma de empezar desde ahora mismo a vivir el gozo de estar en plena Comunión con Él y en Él. San Nicolás Cabasilas afirmó: “En la Eucaristía Dios mismo se une a nosotros de la manera más perfecta, Él vive en nosotros.” Allí estamos en comunión con la Santísima Trinidad, que será lo que experimentaremos para siempre en la vida eterna. Al recibir la sagrada Eucaristía entramos en una Comunión que tiene dos dimensiones: una dimensión vertical en la cual entramos en comunión Trinitaria, pero también una dimensión horizontal en la cual entramos en comunión con nuestros hermanos.
Al recibir el Cuerpo y la Sangre de Jesús estamos recibiendo el pan de vida que es fuente de vida misma. Y es todo lo contrario a lo que pasa con los alimentos que ingerimos y que son asimilados por nuestro cuerpo; al recibir la Eucaristía, el Pan de Vida, no es asimilado por nuestro cuerpo ni transformado en nuestra propia sustancia, sino que somos asimilados y transformados en Jesús, para vivir su misma vida, siempre y cuando no pongamos obstáculos. Jesús nos dice que Él es “El Pan de Vida” (Juan 6:35) para hacernos entender que Él no nos nutre como lo hace la comida ordinaria, si no que nos da la vida porque Él es la verdadera vida y por eso Él nos dice: “El que come de este pan, vivirá para siempre” (Juan 6:51).
Así pues, estar en plena comunión con Jesús implica una total asimilación por parte de Él, lo que significa que Jesús nos hace similares a Él en nuestros sentimientos, nuestros deseos, nuestros pensamientos, es decir, Él hace que nosotros tengamos sus mismos sentimientos (Cf. Filipenses 2:5). Sólo Jesús puede hacer esto porque Él es la cabeza del cuerpo místico, la Iglesia.
En la Eucaristía también entramos en comunión con nuestros hermanos. Al respecto, San Agustín declaró: “nos convertimos en lo que recibimos”. Si la Eucaristía es comunión, Jesús vive en mí, debo transformarme en eso que recibo, debo ser signo de comunión con mis hermanos. La comunión me une a Jesús y estoy llamado a vivir de acuerdo a sus enseñanzas, me une a Dios y entre nosotros mismos; es lo que nos dice LG 11: “Confortados con el cuerpo de Cristo en la sagrada liturgia eucarística, muestran de un modo concreto la unidad del Pueblo de Dios…” De esta manera, los signos materiales visibles del pan y del vino (lograda a través de la unión de muchos granos y de muchas uvas), una vez transformados en el Cuerpo y la Sangre del Señor, realizan esta unidad, pero solamente en la medida de nuestro compromiso y libre cooperación. Y nuestro aporte consiste en abrirme a la comunión, siendo solidarios con las necesidades de mis hermanos. Por lo tanto, al acudir a la Cena del Señor tengamos siempre presente que entramos en plena Comunión con Dios y con nuestros hermanos (Cf. CIC 1325), don que se convierte en una tarea a realizar cada día con quienes vivo y con quienes entro en relación.
Que la Eucaristía se convierta en nuestro alimento más necesario e indispensable, como nos muestran con su vida y testimonio los mártires del Norte de África (siglo IV), quienes desafiaron la prohibición del culto por parte del emperador; al ser sorprendidos e interrogados por las autoridades, respondieron: “Sine dominico non possumus,” es decir, sin reunirnos en asamblea el domingo para celebrar la Eucaristía no podemos vivir.