Como cristianos, es importante que podamos constantemente recordar, hacer memoria, volver a comenzar y qué mejor que regresar a donde todo comenzó, a Galilea, donde Jesús después de ser bautizado por Juan El Bautista proclama su primer discurso y allí nos da los fundamentos de lo que será su ministerio: “[…] El Reino de Dios está cerca, conviértanse y crean en el Evangelio” (Marcos 1:15). Mas adelante, en Jerusalén, que es la tierra donde se cumplen todas las promesas del Señor, Pedro después de haber celebrado la pascua con Jesús y haber presenciado su muerte y resurrección, estaba con los otros once apóstoles y un grupo de personas entre las cuales sobresalían los judíos y al terminar su discurso los que estaban allí presentes muy afligidos le preguntan a Pedro ¿Qué debemos hacer entonces?, a lo que él les contesta: “Conviértanse y bautícense” (Hechos 2:38). Estos dos momentos tan importantes de nuestra historia de salvación, el primer discurso de Jesús y el primer discurso de Pedro después de Pentecostés, nos dejan ver la importancia que tiene la conversión y que sin ella no podemos emprender nuestro camino de Fe. En un mundo en el que pareciera que los valores y la moral están pasando a un segundo plano o que, peor aún, estamos esperando que sean muchas veces las corrientes actuales las que nos den las pautas para vivir, debemos tener muy claro la conversión cristiana.
Fray Nelson Medina afirma que “la conversión es un regalo de un Dios que ama en exceso”. La conversión, como la enseñanza de la Iglesia así nos lo indica, es un cambio en la manera de pensar, es un cambio de dirección de nuestras vidas, es comenzar nuestra ruta hacia el encuentro con Dios nuestro Señor. Un gran ejemplo de verdadera conversión es la de Pablo; en Hechos 9 se nos narran cómo una persona que llevaba una vida totalmente de espaldas a Dios escucha su llamado y se convierte en Discípulo. Una verdadera conversión construida en los cimientos de los Sacramentos y de las Escrituras trae como resultado un cambio en la manera de pensar y la ajusta a la manera en que Cristo quiere que vivamos. La conversión tiene que ser sostenida en el tiempo para que llegue a dar frutos (cf. Mateo 3: 1–12). Por esta razón, es importante que al comienzo de cada Eucaristía se nos invite a reconocer nuestros pecados para prepararnos a celebrar los sagrados misterios. Confesamos que hemos pecado y pedimos la misericordia de Dios, para que nos perdone y, así, ser curados. Precisamente, el Papa Francisco lo enfatiza en su exhortación apostólica Evangelii gaudium, n. 47: la Eucaristía “no es un premio para los perfectos, sino una poderosa medicina y alimento para los débiles”.
Aquí nosotros reconocemos que no podemos por nuestras propias fuerzas, sino que necesitamos constantemente la gracia de Dios. El Papa San Juan Pablo dice que es en los sacramentos, y especialmente en la Eucaristía, que Cristo Jesús obra en plenitud para nuestra conversión (cf. CT 23). En la Eucaristía, cuando estamos abiertos a la gracia del Espíritu Santo, cambiamos nuestras mentes, corazones y vidas. Cada que participamos de la Sagrada Eucaristía, tengamos en mente las palabras de San Pablo, “Cambien su manera de pensar para que cambie su manera de vivir” (Romanos 12:2). Si particpamos activamente de la Santa Misa y nos abrimos a la gracia del Espíritu Santo, nos iremos pareciendo más y más en lo que recibimos, Jesucristo.