La promesa que Jesús nos hizo de quedarse con nosotros hasta el final de los tiempos se hace realidad en la Eucaristía “donde se contiene todo el bien espiritual, es decir, Cristo mismo, nuestra Pascua y Pan vivo, que por su Carne vivificada por el Espíritu Santo, da vida a los hombres” (Presbyterorum Ordinis, 5).
Hay un fragmento del primer libro de los Reyes que relata un episodio de la vida del profeta Elías, un hombre al que Dios había dado la misión de luchar contra las injusticias de su tiempo. En uno de esos momentos se vio forzado a huir al desierto. Después de caminar una larga jornada bajo un sol ardiente, Elías cayó exhausto y deseó la muerte. Ya no podía más. Fue en ese instante en que el Señor le dijo: Levántate y come que el camino es superior a tus fuerzas (1Re 19,4). Entonces Elías se levantó y vio delante suyo un pan y una jarra de agua. El profeta, fortalecido con aquella comida, siguió con la misión que Dios le había encargado. El pan que Dios provee a Elías prefigura un pan aún más maravilloso que está a nuestra disposición: La Eucaristía! El pan para el camino, el alimento que sustenta nuestra vida diaria.
La existencia humana es una peregrinación a la Jerusalén del Cielo donde la Trinidad nos espera. Y frecuentemente experimentamos que es un viaje lleno de grandes desafíos y en muchas ocasiones, nos identifiquemos con el desaliento y el cansancio de Elías, al percibir la desproporción entre el camino a seguir y nuestras fuerzas.
San Juan Pablo II enseña que en el humilde signo del pan y del vino, transformados en su cuerpo y en su sangre, Cristo camina con nosotros como nuestra fuerza y nuestro viático y nos convierte en testigos de esperanza para todos. (Ecclesia de Eucharistia, 62). Y al igual que en el pasaje de Emaús, el Señor nos habla en el camino de nuestra vida, y al reconocerlo en la fracción del pan, nos infunde el deseo de anunciarle a todos que Cristo ha resucitado y que es el Salvador de la humanidad y la esperanza de todos los pueblos.
Cuando era joven, leí un libro de meditaciones espirituales donde se sugería recitar las palabras de San Pablo cada vez que se recibía la Sagrada Comunión: “¡Ya no soy yo quien vive sino que Cristo vive en mí!” De hecho, el pan eucarístico, nos hace vivir la misma vida de Cristo convirtiéndose en el alimento que transforma nuestra vida y nos sustenta para seguir cualquier camino, incluso el más escabroso.
En la Última Cena, Jesucristo tomó pan en sus manos, lo partió (Mc 14,22) y en cada Eucaristía, Cristo se hace pan partido para poder compartirse y repartirse con todos. La Eucaristía adquiere sentido hoy desde un pan que se fracciona en favor de la vida, en realidades significativas de entrega y donación. Y al recibirlo, nos comprometemos desde nuestras acciones a construir reconciliación, paz y justicia, con un espíritu de solidaridad que sobrepase todo límite étnico, religioso y cultural como anticipo al banquete donde irrumpirá de manera definitiva la novedad del Reino. Hagámonos nosotros pan partido para poder compartirnos y repartirnos con los demás, especialmente con los pobres y los olvidados.
Como señala el Papa Francisco, “El Cuerpo de Cristo es el Pan de los últimos tiempos, capaz de dar vida, y vida eterna, porque la sustancia de este pan es Amor.” En un mundo herido por la soledad, la pobreza y el sufrimiento, la celebración de la eucaristía nos reta a vivir una existencia comprometida en el amor. Y Porque el pan eucarístico es el mismo Jesucristo, la celebración del misterio eucarístico nos exige ser pan para nuestros hermanos y ser comunidades cristianas sustentadas por el único alimento que no perece: La Sagrada Eucaristía.