Mis queridos hermanos y hermanas en Cristo,
Nada es más asombroso, y al mismo tiempo, más consolador que la verdad por la cual Jesús vivió, predicó y murió. Y es esto: Dios es amor. Como dice el salmista, “El Señor es un Dios misericordioso y clemente, lento a enojarse, y rico en bondad” (Salmo 86,15).
A través de su ministerio público, Jesús muestra con sus sanaciones milagrosas y los exorcismos, el rostro compasivo y misericordioso de Dios. Incluso anuncia antes de hacer el llamado al arrepentimiento,“Este es tiempo de cumplimiento. El reino de Dios está cerca” (Marcos 1,15). El reino no es más que la presencia de Dios haciéndonos conocer y sentir su amor en nuestras vidas.
Jesús nos abre al significado profundo del reino con su parábola del hijo pródigo (Lucas 15, 11-32) que se encuentra en el centro del Evangelio de Lucas. ¡Es el corazón del mismo evangelio! El hijo que toma su herencia, lo malgasta y luego se encuentra insatisfecho, es cada uno de nosotros. Tomamos los dones que Dios nos da y los usamos contra la voluntad de Dios. Somos los que nos quedamos vacios, anhelando y deseando más de lo que nuestras vidas pecaminosas pueden dar.
Como en la parábola, asi es en la vida. Dios es el Padre que nos ve, corre hacia nosotros y nos abraza. El toma nuestra débil confesión de los pecados y la torna en un momento de gran regocijo. Los pecados nos despojan de nuestra dignidad. Dios nos viste con su gracia y paz. Nada puede detener a Dios de amarnos. De hecho, como dice Pablo, “En esto probamos que Dios nos ama, que aún siendo pecadores Cristo murió por nosotros” (Romanos 5,8).
Cuando Jesús predicó tan gran amor a los pecadores, los que se consideraban justos se escandalizaron. Pero no el cobrador de impuestos y las prostitutas (cf. Mateo 21,31). Ellos reconocieron en el perdón ya dado, hasta de sus peores pecados, que Dios los estaba atrayendo a El. Los justo no reconocieron sus pecados. No aceptan el don gratuito del perdón de Dios ofrecido en Cristo. Pero otros, como Zaqueo y la mujer adultera, si lo hicieron y encontraron la paz.
Por medio del ministerio de la Iglesia, Dios nos ofrece su perdón en Cristo crucificado y resucitado. En el gran sacramento de la Reconciliación, Dios siempre corre a encontrarse con nosotros. El quiere recibirnos. Quiere cambiar nuestros trapos sucios de orgullo y complacencia propia en la virtud de Cristo crucificado. El quiere traernos de vuelta a la alegría de su hogar y a la fraternidad de su Iglesia. El anhela vernos reconciliados con El y con los demás.
Así como el hijo pródigo apenas fue capaz de confesar sus pecados, también nos avergonzamos y hasta nos atemorizamos de nombrar aquellos males que nos separan de Dios que nos ama tanto. Pero el Padre no se avergüenza de reconocernos como sus propios hijos e hijas. El anhela abrazarnos. El espera recibirnos a casa.
Ahora es el tiempo de encontrar al Señor en la confesión y experimentar el gozo de llegar a casa.
El Señor que nos llama a ser uno con El, nos lleve por medio del arrepentimiento al abrazo de su amor.